Bajan juntos
las escaleras del salón, y mareados por todo lo bebido y por las luces, salen sin
estar preparados al mundo real. Por suerte es de madrugada y eso, de algún
modo, los protege. Comparten el taxi, pero fijan rumbo a destinos diferentes,
como poniendo una distancia implícita, necesaria. Ella sube primero y por el tiempo que
durará el trayecto, se olvidará de todo –de lo que es correcto, del deber ser,
de los prejuicios, del anillo que le brilla a él en la mano izquierda-. Al otro
día pensará si alguien los vio irse juntos. Pero ahí le importará menos que siempre. Está aletargada
por el alcohol, la noche y ese viaje que de algún modo, los dos forzaron.
Dice su
dirección. Suena una canción de amor de los noventa. Se ríen instantáneamente y
con la risa quiebran el silencio incómodo que ninguno estaba dispuesto a
sostener. Qué kitsch esto, ¿no?, dice
él, sin evasivas, y pasa su mano atrás de su respaldo, con cierta distancia,
con muchas ganas. Ella asiente y se vuelve a reír. Afuera pasan las calles, las
luces de la ciudad medio dormida de una madrugada de una noche cualquiera para
muchos, pero eterna para ellos, que están ahí, en esa microcápsula en la que convierten
a ese taxi por los minutos que dura el viaje.
Lo hacen durar. Hablan
de cosas que ella no recordará después, por los nervios del momento, o porque
realmente no importaba qué estaban diciendo. Importaba que estaban ahí, que se
habían vuelto juntos de esa fiesta, que eran más de las dos de la mañana, y que estaban
solos, por primera vez. Transgrediendo algo, una barrera más interior que real.
Creando un instante, que por primera vez, era de los dos.
Los minutos y las calles avanzan y el taxi estaciona en la entrada de la casa de ella. Él
se baja, abre la puerta, se dicen dos o tres palabras sin sentido, se abrazan, se
sueltan demasiado rápido. El aire se corta, y se miran frente a frente y se
dicen algo o todo con los ojos. Él la mira con una ternura infinita y se
detiene el tiempo. Por un instante, la posibilidad de lo imposible, la
potencialidad de eso que no entienden, pero que es una certeza que dejaron grabada
en algún lugar, en algún tiempo lejano a ese. Aunque los dos saben que no, que al
menos en ese presente, no puede ser. Ahí si se abrazan de nuevo, más fuerte,
más largo. Ella siente su perfume, el borde de su saco, su cuello, sus ganas,
las propias. Siente todo y le duele. Se sueltan con cierta tristeza, se rozan
las caras, se respiran. Pero dejan pasar el momento y de repente el mundo
vuelve a construirse a su alrededor. Reaparece el taxi, la noche húmeda, las luces
de la calle, la puerta del edificio. La misma realidad insípida que hace que
todo suceda a una velocidad conocida, que a veces, sólo a veces, deja huecos de
tiempo que nos hacen eternos por un instante. Gira la llave en la cerradura,
traspasa la puerta, y aunque el taxi desaparece, el halo de lo que pasó,
inexplicable, queda flotando en el aire. Se acuesta con ella y esa noche, no la
deja dormir.
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