Supo que estaba en problemas cuando al sexto día de haberse
‘conocido’, le dolieron la vista y los pulgares. Era la enésima vez en el día
que miraba la pantallita del celular, sonreía como una tonta y su familia la
miraba sin entender absolutamente nada: era una mina de 30 con la actitud de
una de 15, chateando desaforadamente con su celular. Sin la mínima intención de
parar ese pelotudeo virtual que la tenía entre embobada y pseudo enamorada de
alguien a quien creía conocer mucho en seis días en los que perdió la dimensión
del tiempo, y que en verdad, jamás había visto en persona. No había podido
sacar la atención del teléfono ni un solo día. Ni siquiera el único en el que
no habían hablado. El resto, todos los otros días, desde la madrugada de un 25
de diciembre, habían sido a puro chat casi de corrido, durante horas. Hablando
de cualquier cosa, o de cosas demasiado profundas. El chat da una cierta
impunidad para confesar cosas imposibles, desnudarse en comentarios casi
ridículos pero que a la vez tienen un condimento de intriga y seducción por no
saber bien la atención de quién se está captando del otro lado. La impunidad de
lo virtual, es, peligrosa.
Se encontraron –conocieron
sería demasiado pretencioso- de la forma más ‘anti-ellos’ que podía existir.
Ella, periodista, subida a la moda de lo trendy: después de un año y medio de
soltera, tenía bien en claro que las relaciones también empezaban de forma
virtual. Y como jamás quiso perderse nada, mucho menos una global trend, se animó a registrarse en la última app de moda en
las grandes ciudades capitales que ya estaba en Buenos Aires. Como casi todo lo
que hacía, por la historia o por la nota, tenía que estar. Él estaba recién
separado, poniendo en práctica con cierta cautela, todos los artilugios
posibles para vivir su nueva vida de soltero. No lo convencía para nada lo del
catálogo online de minas en el celular, pero igual se registró, e hizo lo
opuesto a lo que todos los hombres suelen hacer: no le dio like a todas, sino a unas pocas, pero eligió una sola para empezar
una conversación. La sorpresa para ambos, fue que terminó siendo match… un 25 de diciembre a las 3 de la
mañana. Ella había empezado su experimentación con la app en un random de
candidatos poco selectivo, así que en dos días tenía 50 posibles “parejas” y la
mitad de esos flacos, le hablaban por chat. Se asustó y no respondió a ninguno.
Pero el aburrimiento después de las copas del 25, la noche de verano lenta y
aletargada y la intriga de la primera frase de él donde incluyó, además de
perfecta ortografía, un punto final -la obsesión del punto final en un chat lo
destacó definitivamente del resto-, le llamaron la atención. Respondió. Primer match real. Se quedó dormida
escribiendo, sin encontrarle mucho sentido a la situación, pero divertida. Al
día siguiente la charla pasó al nivel dos: intercambiaron Whatsapps. Y no
pararon más. La siguiente sucesión de conversaciones alternó por una infinita
variedad de temáticas, casi sin distinción de horarios. Charlas intermitentes a
lo largo del día, madrugadas eternas. Pasaron los días y la curiosidad y la
posibilidad de un encuentro real, eran incuestionables. Tenían que verse. Era
urgente, era necesario. ¿Estaban preparados? Nunca se lo cuestionaron.
Simplemente fijaron fecha y contaron los
días, las horas y los minutos hasta que el día de la cita llegó.
Esa noche fue un cocktail de nervios, taquicardia e intriga.
Una intriga terrible a cómo pudiera salir ese encuentro. ¿Y si salía mal?
Posiblemente, no era lo que se cuestionaban. El miedo, el terror profundo que
los dos sentían, no tenía tanto que ver con si la cita salía mal, sino en
verdad con la posibilidad real –real
y no virtual-, de que saliera bien. Era un miedo exagerado a encontrarse con la
potencialidad del amor cuando ninguno de los dos lo estaba buscando. ¿O en
verdad si, cuando se dieron de alta en esa app que los hacía sentir un poco
ridículos? Se sinceró consigo misma: todos
estamos buscando un poco el amor, todo el tiempo.
Él la vio primero, cuando dobló por la esquina, enfilando
directamente hasta la puerta del bar que no había podido traspasar. Tenía fobia
a sentarse solo en una barra. Justo lo opuesto a ella, que amaba las barras,
los bares y las charlas entre copas con desconocidos. Tenía puesto un vestido
negro corto, y era alta, lo suficiente como para intimidarlo un poco. Se
saludaron con taquicardia. Se miraron con complicidad desde el instante en el
que cruzaron miradas por primera vez: la química estaba. Era un hecho tan
maravilloso como trágico. Él habló y habló. Contó su historia, habló de su ex.
Ella terminó soltando algo de la suya también, con menos detalles pero
conservando los que la dejaban ver como una mujer herida. Entre la que se
muestra infranqueable pero a la vez, necesita que la protejan. Alternando el
miedo de ponerse en evidencia con una alerta en su discurso como avisando que
vivió, que la pasó mal por otro, que ya está inmortalizado en su lista, en sus
cicatrices, en su vida.
24 horas después, ella apretaba el único botón del celular,
para que se encendiera la pantalla y le dijera cuándo él se había conectado por
última vez al Whatsapp. 22.23, decía.
Su reloj marcaba las 23.22 del día
después. Después del idilio, la intriga, la ansiedad, los nervios y la
expectativa inevitable. Después de los tragos, la charla interminable, la
vergüenza, el terror, las ganas. El beso. Había sido una tortura llegar hasta
ese bar, frenar los pensamientos, en esa noche pesada en la que el letargo del
verano y el calor, se hizo sentir, también, en el aire entre ellos dos. Se
cerró con el del beso, se terminó con el silencio. 24 horas después, sentía
algo así como el post efecto placebo de una droga. La abstinencia de atención
la ahogaba, la coartaba en su libertad de ser ella misma y elegir qué sentir. Como si pudiera elegirse.
Llegó la madrugada. Lo que nunca llegó fue el siguiente
mensaje, y se preguntó si este era, formalmente, el fin del idilio. Se dio
cuenta de lo lindo que había sido todo mientras había durado: el estar
pendiente de otro, el que otro, un alguien,
esté al pendiente de uno. Sonreír instantáneamente al ver un mensaje nuevo
en el teléfono, con una sonrisa ridícula, incomparable a otras. La potencial
sensación de volver a enamorarse. Todo había sido mágico y le había devuelto la
posibilidad ínfima de probar, otra vez, después de mucho, el sabor de un beso
con un poco de gusto a amor. Se dio cuenta que eran cerca de la una de la
mañana, estaba sola, como casi siempre, y el mensaje esperado no había llegado
ni iba a llegar. No le importó. Se sonrió con cierta tristeza, como quien entiende
una señal, que por más anónima y silenciosa, le estaba diciendo que había
llegado el momento de volver a empezar. De volver a creer. Se hundió lentamente en un sueño pesado, profundo, sin más
respuestas, como la noche de verano que estallaba afuera. Se quedó dormida con
el celular entre las manos.
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