(a D.B.)
Entonces cierro la puerta del departamento con llave, le doy
media vuelta y me hundo en el sillón esperando que me trague para siempre. Y
como no funciona agarro mi libreta y escribo las cosas más espantosas que
salen, que vomito en el papel y que
jamás querré volver a leer, pero tienen que salir. Como si de esa catarsis
pudiera sanarme, aunque falten años luz, aunque tenga que morirme para poder
ser yo de nuevo, y al final, terminar siendo otra. Otra, que él no podría
reconocer en la calle, que dejaría pasar como si fuera cualquier mujer
desconocida, no la que alguna vez quiso, la que construyó con su mirada, la que
penetró mil veces para después romper en mil partes, la que olvidó sin mirar
atrás esa noche de perros que ladraban y silencios de hielo y estrellas
fugaces. Siento el terror en la sangre,
el miedo que paraliza. No de la posibilidad que me olvide –soy otra, tengo que
ser otra después de las marcas-, sino de que jamás pueda volver a reconocer en
mí algo de lo que llamó amor. Y entonces ahora si, me achico del miedo y me
traga el sillón, me traga con libreta y todo, me engulle y me digiere y me
arrastra hacia las profundidades de universos que no entiendo, pero se, de
algún modo, que tengo que quedarme a vivir en ellos. Hasta que se termine la botella
de whisky, hasta que deje de girar el trompo, hasta que el reloj marque de
nuevo la hora en que acordamos esa cita, que fue la última, la única en toda
nuestra historia a la que hubiera preferido jamás llegar. Y él esté esperando
ahí, con un vacío en los ojos que nunca había visto antes, que me atraviesa aún
en su recuerdo, que preferiría no recordar. Entonces suena su voz, que raja
todo ese planeta de cristal que éramos los dos y dice,
ya está, no puedo seguir, no puedo, y no me da el aire para preguntarle
si hay vuelta atrás, pero igual se lo pregunto, mientras me ahogo despacio y
siento la respuesta en su silencio, acuchillándome el alma con un filo de plata.
Así, con la herida abierta, desgarrada, lo abrazo hasta que a los dos nos
duele, porque se que algo de ese instante, lo más cruel, lo definitivo, sólo de
esa forma va a grabarse en mi para siempre. Y mientras ese instante se eterniza
en mi carne, el se suelta con la liviandad del cambio y me deja. Y se va por la
calle oscura, sin mirar para atrás. Y dos perros ladran y se acercan, y lamen
la sangre que suelto de mi herida que se hace un río rojo profundo. Hasta que
abro los ojos y no hay más nada en el vaso, y la espalda me duele del sillón
duro, y tengo las piernas dormidas y el corazón estallado. En la mano la
libreta y algo garabateado que parece mi letra y dice
soltálo. Yo miro la hoja y le pido, le suplico, que de todas las
cosas posibles no me pida que lo suelte, que desanude, que libere, que derrame,
que escupa, que olvide. Que no me pida que me despida, que corte, que
acribille, que no me aferre, que renuncie a la idea del amor, a la que para mi,
por un instante o por una eternidad, sólo pudo llevar su nombre. Arranco la
hoja y grito, como se le grita a algo injusto, imposible. Grito porque no me
sale no llorar o no guardar angustia o el recuerdo de ese gesto en su cara la
última vez que lo vi, de los ojos vacíos –ya no había nada de mi en ellos-, cuando
se alejaba por esa calle oscura y al silencio lo cortaba sólo mi respiración, y
dos perros ladraban, y la calle era un río de sangre que era mía. Era de noche
y era una noche tan negra que sentí que podía caerme en ella, ahí, en su
abismo, aferrada solamente a ese recuerdo que vuelve una y otra vez en un
eterno retorno en el que a veces, me gustaría quedarme vivir. Así sería más
fácil olvidarlo, como es fácil quedarse dormido con el ruido de un tren o morirse
mientras se duerme. Para dejarlo ir sólo hace falta un vaso de whisky, una
libreta y un sillón.